jueves, julio 4

T -180. El Premio Planeta

Antes de que se enturbiase su buen nombre, en Argentina el Premio Planeta a la mejor novela era lo máximo que un novelista podía aspirar. Se hablaba de un premio equivalente a los 40.000 USD y una gran cantidad de ejemplares impresos.

Al terminar mis exámenes de segundo año de la carrera de Comunicación Social en la Universidad del Salvador, y teniendo un verano por delante con absolutamente nada para hacer, se me ocurrió escribir un libro para presentarlo a concurso. Era el año 1991. Eran los años de "El Pozo", el taller literario autogestivo donde una docena de autores de veintipocos nos juntábamos a compartir lo escrito y lo que la vida nos iba poniendo por delante. Este grupo merece un capítulo aparte

Mis padres me habían regalado una Toshiba T1100 para mi cumpleaños el anterior invierno y allí, con determinación y valor (teniendo en cuenta las descargas eléctricas que daba la carcasa metálica del aparato si la tocabas descalzo) me senté a escribir "La escuela de los mentirosos". 238 páginas, me llevó unos 27 días terminarla. En un cuaderno Rivadavia de tapas beige iba anotando los progresos hora a hora, tratando de terminar un capítulo completo cada día.



En este estado de internación monstruosa, cada cinco o seis días me iba con todo lo escrito impreso en papel contínuo con impresora de carro hasta Belgrano (desde Banfield, tierra cortazariana para más datos) para que Natacha y Mara pudiesen leer, intentar descifrar y a veces corregir lo que iba vomitando en ese manuscrito.

Sí, fue un vómito. No por su calidad, sino por la voracidad con las que las palabras querían salir hacia la pantalla azulada. Bueno, la calidad era la propia de una novela escrita a trompicones por un posadolescente de 20 años.

Eso me hace caer en cuenta que pasaron casi 22 años desde ese entonces. No puedo decir que sienta que fue ayer, pero a veces me parecen cosas que le han pasado "a otro".

La novela estaba basada en un extraño lugar que podría haber sido Buenos Aires y a principios de los noventa. Al volver a esos borradores, una y tantas veces, me encontré con que, claro, en ese momento no existía ni el teléfono móvil, ni Internet, ni los GPS; y escribir con un procesador de texto era realmente un atentado al arte, un atentado que yo perpetraba a diario. Me ponía unos walkman con orejeras de espuma de goma azul y escuchaba un cassette de Cocteau Twins que había que dar vuelta al terminar cada lado. Me encontré con todo lo que cambió el mundo, y mi vida, en este tiempo.

Con esa T1100 y ese reproductor de cintas Sony crucé todo un verano, tomando Tang de naranja y comiendo pan con mayonesa. El escritorio en mi habitación era una mesita plegable de camping y tenía una foto de Michelle Pfeiffer colgada en la pared.

Llegó el 31 de marzo de 1992, la fecha límite para la entrega de los originales en la editorial. Dos carpetas anilladas con un último capítulo terminado de escribir y sin corregir, que en una de las dos copias llegó a estar corrida la tinta del poco tiempo que le di a que se secara antes de que lo hiciese perforar. Salí de la editorial una media hora antes de que se acabase el plazo y la cantidad de originales que había apilados en la mesa de entradas me hizo un nudo en el estómago. Eran cientos.

Esperé con atención a que llegase la fecha en la que se comunicaban los ganadores. Y cuando el día llegó, supe que Alicia Steimberg había ganado con "Cuando digo Magdalena".

Una vez superada la desilusión natural de un chico de 20 años que se cree capaz de todo, me puse a trabajar en la novela sin saber mucho qué hacer. Dos de mis grandes amigas entonces editaron un libro de cuentos y yo me ofrecí a hacerme cargo de la prensa y comunicación, yendo a las radios, canales de televisión, diarios, a ver a la gente y llevarles en mano ese precioso librito.

Entonces llegó a mi casa un sobre de Planeta conteniendo instrucciones para que pasase a buscar los originales que había entregado para el concurso. Yo había puesto un par de pegotes de plasticola a propósito entre algunas páginas para asegurarme si habían llegado hasta ese punto del libro o lo habían descartado antes... Aunque la nota decía que si no pasaba antes de determinada fecha los destruirían, yo tenía gran curiosidad por saber hasta dónde había llegado el jurado a leerme.


Tenía que ir a ver a Juan Forn, uno de los editores más prominentes de la editorial en ese momento, por el tema de este libro de mis amigas que yo estaba promocionando (y del que orgullosamente yo escribí la solapa). Entonces, una de mis compañeras de facultad, cuya abuela trabajaba en el mundo del cine, consiguió que Forn me recibiese.

Llegué con un nudo en el estómago, transpirando, vestido de negro de pies a cabeza, con una mochila roida, unos anteojos sin aumento y con la sensación de que iba a hacer una terrible travesura. Primero pasé por la oficina correspondiente a buscar mis originales y después me anuncié para ver a Juan Forn. Mientras lo esperaba, revisé las copias de mi novela: una de las dos había sido leída hasta el final, la otra sólo hasta la página 50. Su oficina estaba repleta de libros, carpetas, papeles, pero asombrosamente ordenada. No me dedicó mucho tiempo, pero el que se tomó fue más que suficiente para decirme algo que me sirvió toda la vida...

Yo puse encima de la mesa los dos ejemplares del libro que venía a dejarle y mientras conversábamos fui también apoyando sobre el escritorio mis dos manuscritos de "La escuela de los mentirosos". Forn había sido, por supuesto, miembro del jurado del premio ese año. Sin dejar de mirarme a los ojos, y viendo claramente el sello de la editorial en las carpetas azules que yo sostenía a su vista como quien no quiere la cosa, me habló de los libros de cuentos, de empezar a escribir tan joven, y cuando parecía que la charla había terminado, se levantó de su silla, me dio la mano y me dijo: "Cortázar nunca ganó un concurso literario, Bioy se encargó de destruir todos los ejemplares que pudo de su primera novela. Veinte años es muy joven para la historia que querés contar, hay que vivir mucho para escribir sobre cosas tan complejas".

Se me pusieron rojas hasta las orejas, hervía por dentro: el estúpido enojo de que te llamen y reconozcan inmaduro, tierno, poco experimentado.

Le agradecí y me fui. Indignado. Furioso. Y en el fondo, muy en el fondo, seguro de que todo lo que me había dicho era cierto.

Soy de digestión lenta. Recién en 2009, 17 años más tarde, recordando cómo había escrito el primer borrador, las palabras de Juan Forn cobraron verdadero sentido para mi.

¿He vivido en estos casi 42 años lo que necesito para contar esa historia? ¡Más me vale que lo haya hecho! Hoy empiezo con la tarea de corrección del manuscrito que reescribí hace tres años, al momento de buscar agente. Hoy me sumerjo en ese mundo sin celulares, sin redes sociales, sin blogs, y donde nunca para de llover.

PD: Acabo de ver el pronóstico y dicen que hoy llueve, y mucho. Lindo gesto el de la providencia.

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