miércoles, julio 17

T -167. Eterno resplandor



En fin, estoy leyendo el manuscrito, y pasando del odio al amor de a ratos. Como la vida misma. Me encontré con un gran problema, que es que comencé escribiendo este libro hace muchos años en Buenos Aires, para abandonarlo incloncluso. De allí, hace unos años lo retomé viviendo en Madrid, para terminar un borrador voluminoso. En los años que me tomó terminarlo por segunda vez (la primera fue para el Premio Planeta en 1991) cambié de voz, gané experiencia y mi vocabulario, mi modo de hablar, mutó. Sabía que tocaría arremeter con modificaciones, pero la derivada que surgió cuando conseguí un agente para representarlo me alejó de futuras y necesarias correcciones.

Claro, a ver, en realidad el manuscrito que uno escribe como si no hubiese un manaña, es como hacer el recorrido entre A y B. Sales de un punto y llegas a otro. The end, colorín colorado. El tema es que esa senda puede ser tortuosa, tener puentes, vados y muchas curvas innecesarias. Cuando uno lee un libro, quiere que sea lo más parecido a un viaje en tren: suelo nivelado, en línea recta, sin sobresaltos...

La transformación de un manuscrito en un libro requiere de un editor, alguien que con la visión global del género, el mercado y la literatura pueda pulir ese bruto y sacar de lo mejor que puedas dar. Cuando eliges autopublicar, entonces esa figura queda vacante. Es un "sombrero" diferente al del autor, y nada tiene que ver con la corrección de las comas, comillas, sangrías de primera línea o el uso correcto de los adjetivos. Todo eso viene a ser necesario, pero tiene un tinte mecánico. La edición literaria es creación (y destrucción, no nos engañemos).

Pasaron unos dos años y medio desde que terminé el manuscrito de Pluviophilia, tiempo suficiente para poder encarar su relectura sin demasiado amor por un párrafo o una escena que merece ser sacrificada. A veces cae bajo fuego amigo hasta un capítulo entero o, lo que es más doloroso y difícil de extirpar, un personaje.

En la relectura que hice en 2009 eliminé un personaje de raíz, jugando a "Eternal Sunshine of a Spotless Mind", borrándolo de las acciones, diálogos y recuerdos de todos los que interactuaron con él a lo largo del libro. Eso fue como jugar a Dios, y me gustó, porque era un personaje al que odiaba realmente.

Hoy me crucé con un párrafo de la historia de Sonoko Aoyagi, una de las protagonistas de esta novela coral, que decía:

"No sabía por dónde empezar. La casa estaba completamente devastada por el desorden y la suciedad. Empezó por tomar los periódicos viejos que estaban en el salón y hacer una pila sobre la mesa de entrada. Allí cayó en cuenta que la casa estaba vacía desde hace por lo menos un año y medio. Se le hizo un nudo en la garganta al recobrar la imagen de su madre en ese mismo sillón raído, con la vista ausente."

Esa sensación de cuando uno viene a recuperar una habitación en la que se ha guardado tanta cosa sin orden ni concierto, y ahora toca meterse de lleno y separar la paja del trigo. Bueno, esa sensación.


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