Cajón Desastre
Un escritor con una misión: la autopublicación de un libro decente antes del 31 de diciembre de 2013. Surfeando las olas.
miércoles, julio 17
T -167. Eterno resplandor
En fin, estoy leyendo el manuscrito, y pasando del odio al amor de a ratos. Como la vida misma. Me encontré con un gran problema, que es que comencé escribiendo este libro hace muchos años en Buenos Aires, para abandonarlo incloncluso. De allí, hace unos años lo retomé viviendo en Madrid, para terminar un borrador voluminoso. En los años que me tomó terminarlo por segunda vez (la primera fue para el Premio Planeta en 1991) cambié de voz, gané experiencia y mi vocabulario, mi modo de hablar, mutó. Sabía que tocaría arremeter con modificaciones, pero la derivada que surgió cuando conseguí un agente para representarlo me alejó de futuras y necesarias correcciones.
Claro, a ver, en realidad el manuscrito que uno escribe como si no hubiese un manaña, es como hacer el recorrido entre A y B. Sales de un punto y llegas a otro. The end, colorín colorado. El tema es que esa senda puede ser tortuosa, tener puentes, vados y muchas curvas innecesarias. Cuando uno lee un libro, quiere que sea lo más parecido a un viaje en tren: suelo nivelado, en línea recta, sin sobresaltos...
La transformación de un manuscrito en un libro requiere de un editor, alguien que con la visión global del género, el mercado y la literatura pueda pulir ese bruto y sacar de lo mejor que puedas dar. Cuando eliges autopublicar, entonces esa figura queda vacante. Es un "sombrero" diferente al del autor, y nada tiene que ver con la corrección de las comas, comillas, sangrías de primera línea o el uso correcto de los adjetivos. Todo eso viene a ser necesario, pero tiene un tinte mecánico. La edición literaria es creación (y destrucción, no nos engañemos).
Pasaron unos dos años y medio desde que terminé el manuscrito de Pluviophilia, tiempo suficiente para poder encarar su relectura sin demasiado amor por un párrafo o una escena que merece ser sacrificada. A veces cae bajo fuego amigo hasta un capítulo entero o, lo que es más doloroso y difícil de extirpar, un personaje.
En la relectura que hice en 2009 eliminé un personaje de raíz, jugando a "Eternal Sunshine of a Spotless Mind", borrándolo de las acciones, diálogos y recuerdos de todos los que interactuaron con él a lo largo del libro. Eso fue como jugar a Dios, y me gustó, porque era un personaje al que odiaba realmente.
Hoy me crucé con un párrafo de la historia de Sonoko Aoyagi, una de las protagonistas de esta novela coral, que decía:
"No sabía por dónde empezar. La casa estaba completamente devastada por el desorden y la suciedad. Empezó por tomar los periódicos viejos que estaban en el salón y hacer una pila sobre la mesa de entrada. Allí cayó en cuenta que la casa estaba vacía desde hace por lo menos un año y medio. Se le hizo un nudo en la garganta al recobrar la imagen de su madre en ese mismo sillón raído, con la vista ausente."
Esa sensación de cuando uno viene a recuperar una habitación en la que se ha guardado tanta cosa sin orden ni concierto, y ahora toca meterse de lleno y separar la paja del trigo. Bueno, esa sensación.
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martes, julio 16
T -168. 1.000 fans verdaderos
Desde los profundos cambios que sufrieron las industrias culturales con el aumento de velocidad de la Red, el sistema de comercialización tradicional entró en crisis y aún estamos viendo el alumbramiento de un nuevo modelo.
Primero fue la industria discográfica, luego el cine y la televisión, y ahora el libro. Todos luchan contra la piratería. Como dice alguien a quien quiero mucho ¿Se pude tapar el sol con un dedo? Ninguna de las leyes financiadas por los distribuidores hicieron en estos años que la cultura que se comparte hoy por Internet disminuya.
Esto también aceleró la digitalización de los contenidos y la frecuencia de consumo: vemos más películas, series, escuchamos más música ¡y leemos más!
Los lectores de Kindle, teniendo en cuenta sólo aquello que se compra legítimamente y se lee a través de estos dispositivos, leen más que aquellos que compran libros en papel ¿Por qué? Es fácil, rápido y mucho más económico.
En muchos casos, las listas de superventas están plagadas de autores que autopublican y que utilizan las herramientas de marketing online disponibles para llegar a la mayor cantidad de gente posible.
Por otra parte, no es un segmento exento de la piratería. Hay sitios y redes especializadas en compartir libros así como también los hay para música o películas. No tiene sentido querer evitarlo. Es parte de la realidad que nos permite ver el último capítulo de nuestra serie favorita a pocas horas de haber sido emitida en su país de origen. Es parte del sistema que nos permite comprar esas zapatillas en China al precio a las que se la venden a la marca que luego las comercializa en todo el mundo.
Mi madre, que ama leer y que ha sido la principal contribuidora en la familia a una de las bibliotecas más variadas y nutridas que haya visto jamás, hoy tiene miles de eBooks que provienen de una comunidad online en España que se dedica a romper el código de protección que llevan los archivos adquiridos a través de tiendas digitales (DRM por Digital Rights Management). Más libros de los que jamás pueda llegar a leer.
La realidad es que ahora podemos acceder a cualquier contenido en formato digital sin pagar por ello. Así y todo hay gente que elige (sí, elige) pagar por los productos que sus artistas favoritos o más queridos generan.
A pesar de estar suscripto a servicios como Netflix o Spotify (o contar con el equivalente digital de la Biblioteca de Alejandría gracias a mi madre), compro películas, discos en MP3 y libros ¿Cuáles? Aquellos que pertenecen a artistas y autores que quiero apoyar con mis compras. Algunos son independientes, otros pertenecen a grandes conglomerados de distribución ¿Cómo los elijo? Los que más me entretienen, los que hacen cosas fuera de la creación artística que los muestran como personas sensibles, los que tienen precios razonables para lo que ofrecen: a esos les compro.
Hay un gran artículo que circula por la web desde hace un par de años, fue escrito por Kevin Kelly y habla de la teoría de los 1.000 fans verdaderos. El tema es crear un modelo de negocio donde tus fans compren aquello que producís porque les gusta lo que estás haciendo.
Entonces el camino parece ser construir presencia online, ofrecer un buen producto y ser buena persona. Ahí el boca-a-boca se vuelve fundamental, y el marketing de guerrilla algo imprescindible. Ahí las intermediaciones se van agotando y cada vez estamos más cerca del artista, en contacto directo, estableciendo un vínculo personal ¿Quién no quisiera eso con sus artistas favoritos?
En medio de tantas formas de acceder a la cultura de manera gratuita ¿Qué compras? ¿Por qué? Seguramente en las respuestas que te surjan a esa pregunta está el por qué este nuevo modelo tiene cada vez más solidez.
Hoy todo autor que se precie tiene su blog, su cuenta de Twitter, su página en Facebook... Están allí construyendo marca, dándose a conocer, abiertos a ser descubiertos por el próximo fan que quiera sumarse... y recomendarlo a sus amigos.
PostScript: Si te interesa el cambio de modelo en la industria cultural, te recomiendo que le dediques 10 minutos a leer el artículo de Kevin Kelly aquí.
Primero fue la industria discográfica, luego el cine y la televisión, y ahora el libro. Todos luchan contra la piratería. Como dice alguien a quien quiero mucho ¿Se pude tapar el sol con un dedo? Ninguna de las leyes financiadas por los distribuidores hicieron en estos años que la cultura que se comparte hoy por Internet disminuya.
Esto también aceleró la digitalización de los contenidos y la frecuencia de consumo: vemos más películas, series, escuchamos más música ¡y leemos más!
Los lectores de Kindle, teniendo en cuenta sólo aquello que se compra legítimamente y se lee a través de estos dispositivos, leen más que aquellos que compran libros en papel ¿Por qué? Es fácil, rápido y mucho más económico.
En muchos casos, las listas de superventas están plagadas de autores que autopublican y que utilizan las herramientas de marketing online disponibles para llegar a la mayor cantidad de gente posible.
Por otra parte, no es un segmento exento de la piratería. Hay sitios y redes especializadas en compartir libros así como también los hay para música o películas. No tiene sentido querer evitarlo. Es parte de la realidad que nos permite ver el último capítulo de nuestra serie favorita a pocas horas de haber sido emitida en su país de origen. Es parte del sistema que nos permite comprar esas zapatillas en China al precio a las que se la venden a la marca que luego las comercializa en todo el mundo.
Mi madre, que ama leer y que ha sido la principal contribuidora en la familia a una de las bibliotecas más variadas y nutridas que haya visto jamás, hoy tiene miles de eBooks que provienen de una comunidad online en España que se dedica a romper el código de protección que llevan los archivos adquiridos a través de tiendas digitales (DRM por Digital Rights Management). Más libros de los que jamás pueda llegar a leer.
La realidad es que ahora podemos acceder a cualquier contenido en formato digital sin pagar por ello. Así y todo hay gente que elige (sí, elige) pagar por los productos que sus artistas favoritos o más queridos generan.
A pesar de estar suscripto a servicios como Netflix o Spotify (o contar con el equivalente digital de la Biblioteca de Alejandría gracias a mi madre), compro películas, discos en MP3 y libros ¿Cuáles? Aquellos que pertenecen a artistas y autores que quiero apoyar con mis compras. Algunos son independientes, otros pertenecen a grandes conglomerados de distribución ¿Cómo los elijo? Los que más me entretienen, los que hacen cosas fuera de la creación artística que los muestran como personas sensibles, los que tienen precios razonables para lo que ofrecen: a esos les compro.
Hay un gran artículo que circula por la web desde hace un par de años, fue escrito por Kevin Kelly y habla de la teoría de los 1.000 fans verdaderos. El tema es crear un modelo de negocio donde tus fans compren aquello que producís porque les gusta lo que estás haciendo.
Entonces el camino parece ser construir presencia online, ofrecer un buen producto y ser buena persona. Ahí el boca-a-boca se vuelve fundamental, y el marketing de guerrilla algo imprescindible. Ahí las intermediaciones se van agotando y cada vez estamos más cerca del artista, en contacto directo, estableciendo un vínculo personal ¿Quién no quisiera eso con sus artistas favoritos?
En medio de tantas formas de acceder a la cultura de manera gratuita ¿Qué compras? ¿Por qué? Seguramente en las respuestas que te surjan a esa pregunta está el por qué este nuevo modelo tiene cada vez más solidez.
Hoy todo autor que se precie tiene su blog, su cuenta de Twitter, su página en Facebook... Están allí construyendo marca, dándose a conocer, abiertos a ser descubiertos por el próximo fan que quiera sumarse... y recomendarlo a sus amigos.
PostScript: Si te interesa el cambio de modelo en la industria cultural, te recomiendo que le dediques 10 minutos a leer el artículo de Kevin Kelly aquí.
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lunes, julio 15
T -169. 21 meses para decir adiós (escrito el 14 de enero de 2013, volviendo de Madrid)
El post sobre los perros me hizo releer cosas que había escrito hace un tiempo, y que inclusive compartí por Facebook. No quiero repetir temas en entradas diferentes, a no ser que quede algo para decir al respecto. En este caso, Theo merece un tratamiento especial. Aquí el momento en que nos despedimos definitivamente.
(Publicado en Facebook el 17 de enero de 2013)
24 horas. Hace un día finalmente pude despedirme de él. Conviví con sus cenizas desde el 8 de abril de 2011, hasta ayer. En parte porque creía que Gerjo tenía derecho a despedirse de él, en parte porque era incapaz de decirle adiós de forma definitiva. Estoy hablando de Theo. Sí, del perro que me acompañó desde el 10 de junio de 2003 hasta ese 8 de abril.
Pensando en el lugar en que Theo fue feliz, en el sitio donde fue más libre, inmediatamente se me vino a la imagen Valdelatas, un bosque de seis kilómetros de largo, de encinas y pinos, cerca de Alcobendas en Madrid. Allí me animé a soltarle para que corriese entre las jaras y las zarzas. Allí perseguía conejos hasta sus madrigueras. Era perro en estado puro, no ese ser adaptado a lo humano en lo que se convirtió (es necesario aclarar que él se volvió casi humano durante nuestro tiempo juntos, y que también yo me volví mucho más canino).
A 10.000 metros sobre el nivel del mar, en el primer tramo de nuestro viaje de regreso, me siento a escribir por primera vez en mucho tiempo. Y eso también se lo debo a Theo.
Hace 24 horas, luego de un intenso día en Madrid, intentando cumplir con todas las visitas, encargos y rituales de fin de viaje, llegamos a Alcobendas. Antes, mucho antes, me había imaginado ese momento, el de abrir la urna, esparcir las cenizas, dejar que el viento se las llevase, en un claro bañado de sol. Ya era de noche, la última noche.
Una de las cosas que aprendí viviendo a salto de mata en España fue a adaptarme a aquello que la vida quisiera proponerme. Y a prescindir de la expectativa. No esperar nada. Así y todo no he aprendido a despedirme, a soltar y abrir la mano con facilidad. Igual eso es otra historia, que no es esta, en la que por fin pude despedirme de mi constante, mi cable a tierra, mi compañero incondicional y sabio: mi perro.
Era de noche y hacía mucho mucho frío. El viento helado secaba los ojos y hacía muy difícil caminar en línea recta, íbamos borrachos de invierno. Nos subimos al coche y paramos en Valconejeros, encendimos un globo de papel, uno de esos faroles chinos, que Gerjo había reservado para que compartiésemos con Sebastián y con él una noche de esas. Habían ya soltado uno con Adrián, que había llegado al infinito y más allá sin hacer curva alguna en un cielo absolutamente transparente. No fue el caso. Escribí nuestros nombres, y el de Theo por supuesto, e intentamos encenderlo: el viento era tan fuerte que no había forma. El mechero se apagaba, no llegaba desprender llama. Nos metimos dentro del coche (sí, con las puertas cerradas y todo) para poder encender el globo. Casi se chamusca el globo y el habitáculo olía a alcohol fino y a papel quemado. Cuando el dispositivo empezó a inflarse nos refugiamos en el soportal de una peluquería de barrio y lo sujetamos entre dos para estabilizarlo. Todo se había vuelto azul, y las luces de la calle estaban encendidas con ese color frío propio de la iluminación moderna. El color dorado del globo llegaba al alma. El calor que desprendía parecía mágico. Casi un grado bajo cero.
Una ráfaga fuerte nos arrancó el globo de las manos y aunque llegó a subir un metro sobre el suelo, la dirección del viento lo arrojó sobre la acera colina arriba, hizo un par de piruetas como si rodase cuesta arriba esquivando las farolas y los bancos de madera. Parecía condenado a incendiarse y morir en tierra. Cambió la dirección del viento y comenzó a elevarse por encima de las luces, las casas... Hizo una curva vertiginosa y empezó a ir directamente hacia la gasolinera. Nuestro primer impulso fue correr hacia el coche y huir: nuestros nombres estaban escritos en el globo. Y una ráfaga más lo elevó por encima de todas las construcciones y tomó dirección sudeste y se perdió entre las estrellas y los aviones que daban vueltas para aproximarse a Barajas. En ese momento no sabía si mi rostro estaba mojado por el viento sobre mis ojos o eran lágrimas de esas que se lloran sin esfuerzo ni nudo en la garganta.
Volvimos al coche. Quedaba aún soltar las cenizas. No había tomado la precaución de llevar conmigo la navaja suiza y la caja de fibrofácil estaba atornillada. No podía abrirla ni con las llaves que tenía encima ni con nada que hubiese en la guantera del coche. Volvimos a la casa de Gerjo a por un destornillador y cuando bajó de nuevo al Vectra había decidido que mejor hacíamos el intento de ir a Valdelatas.
Merece este punto aparte los giros, los cambios de plan, los imprevistos que más de una vez me sacaron de quicio con Gerjo. Con el tiempo esos caprichos (como los llamaba entonces) se volvieron el testigo de que en realidad uno dispone y luego Dios se ríe de tus planes... Si mi crianza me hizo estructurado, conocerle me hizo un poco más surfista. Luego la vida me mostró en mi propia cara que las constantes no existen, que vivimos en un profundo cambio constante, en la inmanencia absoluta. Las constantes son una ilusión. Theo se fue hace 21 meses y yo seguía hasta ayer encadenado a la imagen vacía de una presencia física. Aún puedo recordar su olor y la textura de su pelo, por poner dos ejemplos de todo lo que me llena de un compañero con el que compartí prácticamente cada día durante ocho años.
No esperaba que viviese por siempre, no era para mi como un hijo, no pretendía que ocupase un vacío, era mi cable a tierra. Cuando mi vida hizo el giro radical que comprende separarse, cambiar de trabajo, migrar, él me acompañó. Descubrimos un mundo nuevo, extraño, salvajemente civilizado. Hicimos el camino inverso que mi bisabuelo a fines del siglo XIX, cuando se subió a un barco en Nápoles para terminar en Buenos Aires. Fue un cambio enorme, y no estuve solo. Enorme. Y gigantesca su compañía. Nos hablábamos, con la mente, el corazón, las palabras y los ladridos. Todo plan era un buen plan.
Era de noche e intentábamos encontrar un acceso al bosque que recorríamos con Theo tantas veces al año, junto con la visita o compañía que tocase en ese momento, muchas veces con Mohamed, algunas veces en bicicleta.
Hace un par de años comenzaron un desarrollo urbanístico en una pequeña porción del bosque, un polígono industrial que la crisis tumbó. Los accesos habituales a la entrada llena de pinos centenarios, justo donde aparcábamos el coche y se abría un área de descanso con mesas de madera y una sombra tupida bajo las coníferas, no existía más. No había forma de llegar a ella...
Los lugares que uno deja atrás a veces sólo persisten en el recuerdo, existen en los territorios de la mente, tatuados por la experiencia en la piel del espíritu. Y como cuando las olas van subiendo con la marea, hay cosas que el agua se lleva y sólo quedan en fotografías, relatos, anécdotas y en el alma.
Gerjo intentó rodear el bosque desde todos los ángulos posibles hasta que metiéndonos por la carretera que sale a Colmenar terminamos en la Universidad Autónoma. Allí, fingiendo que íbamos a visitar a unos amigos en una de las residencias de estudiantes del campus, nos metimos los tres en el coche. Las calles de esa ciudad en miniatura ya estaban vacías, eran más de las diez de la noche y el aire estaba helado. Eso sí, el cielo completamente despejado. Recorrimos de norte a sur todo el predio hasta llegar a los accesos al bosque. En los últimos años, con la necesidad de reforzar la seguridad, se construyeron vallas, paredes y se definió un perímetro claro entre Valdelatas y la Universidad. De pronto, en uno de los muros blancos que separan el cemento del verde silvestre, se divisa una pequeña puerta, junto a la cual hay un orgulloso grafitti del gato Félix (nombre de mi perro hoy, de mi tutor en los estudios que acababa de cursar hace un día y del amigo que me ayudó a arrancar en mi regreso a Buenos Aires.
No fue poco que me acompañase en esa migración, sino que estuvo conmigo en la crisis más profunda que me tocó enfrentar hasta ahora, e hizo el camino en reversa. Theo volvió ya enfermo conmigo a Buenos Aires, a la casa de Banfield y allí se murió en mis brazos.
Tenía la urna en mis manos, recuerdo cuando nos miramos a los ojos por última vez y le dije "si tienes que irte, márchate; yo voy a estar bien". Suspiró y ya no más.
Suspiré. Seguimos cuesta arriba con el coche hasta encontrar una entrada con varios carteles que invitaban a no seguir. Con las últimas luces del campus a nuestras espaldas llegamos al final del camino pavimentado y el cielo se llenó de estrellas. La constelación de Orión aparecía delante nuestro, la única parte del mapa estelar del sur que soy capaz de encontrar y reconocer en el norte. Pensé que así en la tierra como en el cielo y que hay un poco de mi en el norte, otro poco en el sur, y como Orión sería ridículo que con lo vivido se diga que es de un hemisferio u otro.
Yo soy incapaz de ver en la oscuridad. Y eso me hizo temer muchas veces las excursiones nocturnas, aunque amo la naturaleza y por supuesto no le temo. El yoga de estos años me hizo menos torpe y más enfocado y creo que sólo por eso no perdí esta vez el pie. Estábamos completamente a oscuras, una luna en cuarto creciente muy tímida y delicada, un sendero de barro con pequeños charcos tan quietos que podías contar estrellas en ellos. Así en la tierra como en el cielo.
Ninguno de los tres hablaba. Seguimos avanzando por el sendero principal. Caminamos más de quince minutos internándonos en el bosque, con un frío espectral que se calaba en los abrigos y que dolía en la nariz. En un momento me di cuenta que tanto Sebastián como Gerjo estaban esperando que yo decidiese el lugar. Se me hizo un nudo en la garganta, llegaba el momento. "Bueno, por aquí está bien dije" y traté de que sonase tan casual como cuando uno está buscando un lugar donde poner una tienda de campaña o la manta del picnic. Tenía el destornillador guardado en la campera de plumas.
No había pensado en un ritual, sí pensé que se me ocurriría decir algunas palabras, pero así como la noche había puesto un velo en mis ojos, sabía que era incapaz de decir nada.
Con todo el cariño del que fui capaz, quité primero un tornillo y luego otro. Se los di a Sebastián y levanté la tapa de la urna. Un polvo gris, casi del color de los rizos de Theo, era todo lo que quedaba dentro. Le di la tapa a Gerjo, que la tomó con un gesto de incredulidad: eso es todo lo que quedaba de él, cenizas.
Calculé la dirección del viento y tomé envión hacia atrás para esparcir sus restos en la curva del sendero. El aire hizo un cambio repentino y el polvo hizo una pirueta en el aire. Sebastián y yo vimos como las cenizas se transformaban en un perro pequeño que salía volando de la caja y corría a perderse entre los matorrales... Se me cortó la respiración. Creo que dos segundos después, inspiré con todas las fuerzas de las que fui capaz. Y rompí a llorar.
Gerjo miraba desconsolado el hueco por el que Theo había emprendido su última carrera y fui a abrazarlo y lloramos los dos como niños, asiéndonos el uno del otro.
Cuando empezamos a caminar de regreso al campus, Sebastián nos apoyó a cada uno una mano en el hombro, como quien empuja a andar. Ahora teníamos el viento de espaldas. Ahora llorábamos los tres.
En mi caso era una mezcla de angustia, nostalgia y liberación. Casi como cuando vas a despedir a alguien al aeropuerto, que sabes que viaja hacia algún destino al que puedes ir a visitarle.
En Valdelatas Theo fue libremente perro, completamente canino, yo allí al dejarle ir en medio de la noche helada, me hice completamente hombre.
Theo me enseñó muchas cosas con su presencia, entre ellas a compartir espacios de silencio cargados de sentido, a encontrar la belleza en un momento sin objetivos a la vista: el estar al sol en un prado, dejar que se posen los insectos sobre mi piel, fundirme con la naturaleza, volver al todo, conectarme con el presente. Sabio compañero. Hoy me siento más liviano. Gracias, infinitamente gracias.
(Publicado en Facebook el 17 de enero de 2013)
24 horas. Hace un día finalmente pude despedirme de él. Conviví con sus cenizas desde el 8 de abril de 2011, hasta ayer. En parte porque creía que Gerjo tenía derecho a despedirse de él, en parte porque era incapaz de decirle adiós de forma definitiva. Estoy hablando de Theo. Sí, del perro que me acompañó desde el 10 de junio de 2003 hasta ese 8 de abril.
Pensando en el lugar en que Theo fue feliz, en el sitio donde fue más libre, inmediatamente se me vino a la imagen Valdelatas, un bosque de seis kilómetros de largo, de encinas y pinos, cerca de Alcobendas en Madrid. Allí me animé a soltarle para que corriese entre las jaras y las zarzas. Allí perseguía conejos hasta sus madrigueras. Era perro en estado puro, no ese ser adaptado a lo humano en lo que se convirtió (es necesario aclarar que él se volvió casi humano durante nuestro tiempo juntos, y que también yo me volví mucho más canino).
A 10.000 metros sobre el nivel del mar, en el primer tramo de nuestro viaje de regreso, me siento a escribir por primera vez en mucho tiempo. Y eso también se lo debo a Theo.
Hace 24 horas, luego de un intenso día en Madrid, intentando cumplir con todas las visitas, encargos y rituales de fin de viaje, llegamos a Alcobendas. Antes, mucho antes, me había imaginado ese momento, el de abrir la urna, esparcir las cenizas, dejar que el viento se las llevase, en un claro bañado de sol. Ya era de noche, la última noche.
Una de las cosas que aprendí viviendo a salto de mata en España fue a adaptarme a aquello que la vida quisiera proponerme. Y a prescindir de la expectativa. No esperar nada. Así y todo no he aprendido a despedirme, a soltar y abrir la mano con facilidad. Igual eso es otra historia, que no es esta, en la que por fin pude despedirme de mi constante, mi cable a tierra, mi compañero incondicional y sabio: mi perro.
Era de noche y hacía mucho mucho frío. El viento helado secaba los ojos y hacía muy difícil caminar en línea recta, íbamos borrachos de invierno. Nos subimos al coche y paramos en Valconejeros, encendimos un globo de papel, uno de esos faroles chinos, que Gerjo había reservado para que compartiésemos con Sebastián y con él una noche de esas. Habían ya soltado uno con Adrián, que había llegado al infinito y más allá sin hacer curva alguna en un cielo absolutamente transparente. No fue el caso. Escribí nuestros nombres, y el de Theo por supuesto, e intentamos encenderlo: el viento era tan fuerte que no había forma. El mechero se apagaba, no llegaba desprender llama. Nos metimos dentro del coche (sí, con las puertas cerradas y todo) para poder encender el globo. Casi se chamusca el globo y el habitáculo olía a alcohol fino y a papel quemado. Cuando el dispositivo empezó a inflarse nos refugiamos en el soportal de una peluquería de barrio y lo sujetamos entre dos para estabilizarlo. Todo se había vuelto azul, y las luces de la calle estaban encendidas con ese color frío propio de la iluminación moderna. El color dorado del globo llegaba al alma. El calor que desprendía parecía mágico. Casi un grado bajo cero.
Una ráfaga fuerte nos arrancó el globo de las manos y aunque llegó a subir un metro sobre el suelo, la dirección del viento lo arrojó sobre la acera colina arriba, hizo un par de piruetas como si rodase cuesta arriba esquivando las farolas y los bancos de madera. Parecía condenado a incendiarse y morir en tierra. Cambió la dirección del viento y comenzó a elevarse por encima de las luces, las casas... Hizo una curva vertiginosa y empezó a ir directamente hacia la gasolinera. Nuestro primer impulso fue correr hacia el coche y huir: nuestros nombres estaban escritos en el globo. Y una ráfaga más lo elevó por encima de todas las construcciones y tomó dirección sudeste y se perdió entre las estrellas y los aviones que daban vueltas para aproximarse a Barajas. En ese momento no sabía si mi rostro estaba mojado por el viento sobre mis ojos o eran lágrimas de esas que se lloran sin esfuerzo ni nudo en la garganta.
Volvimos al coche. Quedaba aún soltar las cenizas. No había tomado la precaución de llevar conmigo la navaja suiza y la caja de fibrofácil estaba atornillada. No podía abrirla ni con las llaves que tenía encima ni con nada que hubiese en la guantera del coche. Volvimos a la casa de Gerjo a por un destornillador y cuando bajó de nuevo al Vectra había decidido que mejor hacíamos el intento de ir a Valdelatas.
Merece este punto aparte los giros, los cambios de plan, los imprevistos que más de una vez me sacaron de quicio con Gerjo. Con el tiempo esos caprichos (como los llamaba entonces) se volvieron el testigo de que en realidad uno dispone y luego Dios se ríe de tus planes... Si mi crianza me hizo estructurado, conocerle me hizo un poco más surfista. Luego la vida me mostró en mi propia cara que las constantes no existen, que vivimos en un profundo cambio constante, en la inmanencia absoluta. Las constantes son una ilusión. Theo se fue hace 21 meses y yo seguía hasta ayer encadenado a la imagen vacía de una presencia física. Aún puedo recordar su olor y la textura de su pelo, por poner dos ejemplos de todo lo que me llena de un compañero con el que compartí prácticamente cada día durante ocho años.
No esperaba que viviese por siempre, no era para mi como un hijo, no pretendía que ocupase un vacío, era mi cable a tierra. Cuando mi vida hizo el giro radical que comprende separarse, cambiar de trabajo, migrar, él me acompañó. Descubrimos un mundo nuevo, extraño, salvajemente civilizado. Hicimos el camino inverso que mi bisabuelo a fines del siglo XIX, cuando se subió a un barco en Nápoles para terminar en Buenos Aires. Fue un cambio enorme, y no estuve solo. Enorme. Y gigantesca su compañía. Nos hablábamos, con la mente, el corazón, las palabras y los ladridos. Todo plan era un buen plan.
Era de noche e intentábamos encontrar un acceso al bosque que recorríamos con Theo tantas veces al año, junto con la visita o compañía que tocase en ese momento, muchas veces con Mohamed, algunas veces en bicicleta.
Hace un par de años comenzaron un desarrollo urbanístico en una pequeña porción del bosque, un polígono industrial que la crisis tumbó. Los accesos habituales a la entrada llena de pinos centenarios, justo donde aparcábamos el coche y se abría un área de descanso con mesas de madera y una sombra tupida bajo las coníferas, no existía más. No había forma de llegar a ella...
Los lugares que uno deja atrás a veces sólo persisten en el recuerdo, existen en los territorios de la mente, tatuados por la experiencia en la piel del espíritu. Y como cuando las olas van subiendo con la marea, hay cosas que el agua se lleva y sólo quedan en fotografías, relatos, anécdotas y en el alma.
Gerjo intentó rodear el bosque desde todos los ángulos posibles hasta que metiéndonos por la carretera que sale a Colmenar terminamos en la Universidad Autónoma. Allí, fingiendo que íbamos a visitar a unos amigos en una de las residencias de estudiantes del campus, nos metimos los tres en el coche. Las calles de esa ciudad en miniatura ya estaban vacías, eran más de las diez de la noche y el aire estaba helado. Eso sí, el cielo completamente despejado. Recorrimos de norte a sur todo el predio hasta llegar a los accesos al bosque. En los últimos años, con la necesidad de reforzar la seguridad, se construyeron vallas, paredes y se definió un perímetro claro entre Valdelatas y la Universidad. De pronto, en uno de los muros blancos que separan el cemento del verde silvestre, se divisa una pequeña puerta, junto a la cual hay un orgulloso grafitti del gato Félix (nombre de mi perro hoy, de mi tutor en los estudios que acababa de cursar hace un día y del amigo que me ayudó a arrancar en mi regreso a Buenos Aires.
No fue poco que me acompañase en esa migración, sino que estuvo conmigo en la crisis más profunda que me tocó enfrentar hasta ahora, e hizo el camino en reversa. Theo volvió ya enfermo conmigo a Buenos Aires, a la casa de Banfield y allí se murió en mis brazos.
Tenía la urna en mis manos, recuerdo cuando nos miramos a los ojos por última vez y le dije "si tienes que irte, márchate; yo voy a estar bien". Suspiró y ya no más.
Suspiré. Seguimos cuesta arriba con el coche hasta encontrar una entrada con varios carteles que invitaban a no seguir. Con las últimas luces del campus a nuestras espaldas llegamos al final del camino pavimentado y el cielo se llenó de estrellas. La constelación de Orión aparecía delante nuestro, la única parte del mapa estelar del sur que soy capaz de encontrar y reconocer en el norte. Pensé que así en la tierra como en el cielo y que hay un poco de mi en el norte, otro poco en el sur, y como Orión sería ridículo que con lo vivido se diga que es de un hemisferio u otro.
Yo soy incapaz de ver en la oscuridad. Y eso me hizo temer muchas veces las excursiones nocturnas, aunque amo la naturaleza y por supuesto no le temo. El yoga de estos años me hizo menos torpe y más enfocado y creo que sólo por eso no perdí esta vez el pie. Estábamos completamente a oscuras, una luna en cuarto creciente muy tímida y delicada, un sendero de barro con pequeños charcos tan quietos que podías contar estrellas en ellos. Así en la tierra como en el cielo.
Ninguno de los tres hablaba. Seguimos avanzando por el sendero principal. Caminamos más de quince minutos internándonos en el bosque, con un frío espectral que se calaba en los abrigos y que dolía en la nariz. En un momento me di cuenta que tanto Sebastián como Gerjo estaban esperando que yo decidiese el lugar. Se me hizo un nudo en la garganta, llegaba el momento. "Bueno, por aquí está bien dije" y traté de que sonase tan casual como cuando uno está buscando un lugar donde poner una tienda de campaña o la manta del picnic. Tenía el destornillador guardado en la campera de plumas.
No había pensado en un ritual, sí pensé que se me ocurriría decir algunas palabras, pero así como la noche había puesto un velo en mis ojos, sabía que era incapaz de decir nada.
Con todo el cariño del que fui capaz, quité primero un tornillo y luego otro. Se los di a Sebastián y levanté la tapa de la urna. Un polvo gris, casi del color de los rizos de Theo, era todo lo que quedaba dentro. Le di la tapa a Gerjo, que la tomó con un gesto de incredulidad: eso es todo lo que quedaba de él, cenizas.
Calculé la dirección del viento y tomé envión hacia atrás para esparcir sus restos en la curva del sendero. El aire hizo un cambio repentino y el polvo hizo una pirueta en el aire. Sebastián y yo vimos como las cenizas se transformaban en un perro pequeño que salía volando de la caja y corría a perderse entre los matorrales... Se me cortó la respiración. Creo que dos segundos después, inspiré con todas las fuerzas de las que fui capaz. Y rompí a llorar.
Gerjo miraba desconsolado el hueco por el que Theo había emprendido su última carrera y fui a abrazarlo y lloramos los dos como niños, asiéndonos el uno del otro.
Cuando empezamos a caminar de regreso al campus, Sebastián nos apoyó a cada uno una mano en el hombro, como quien empuja a andar. Ahora teníamos el viento de espaldas. Ahora llorábamos los tres.
En mi caso era una mezcla de angustia, nostalgia y liberación. Casi como cuando vas a despedir a alguien al aeropuerto, que sabes que viaja hacia algún destino al que puedes ir a visitarle.
En Valdelatas Theo fue libremente perro, completamente canino, yo allí al dejarle ir en medio de la noche helada, me hice completamente hombre.
Theo me enseñó muchas cosas con su presencia, entre ellas a compartir espacios de silencio cargados de sentido, a encontrar la belleza en un momento sin objetivos a la vista: el estar al sol en un prado, dejar que se posen los insectos sobre mi piel, fundirme con la naturaleza, volver al todo, conectarme con el presente. Sabio compañero. Hoy me siento más liviano. Gracias, infinitamente gracias.
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domingo, julio 14
T -170. Música y techos de tejas
Creo que fue a mis quince años. Un walkman azul y blanco con auriculares de vincha metálica y espumas de goma azules. Fue un regalo de mis padres por mi cumpleaños. Cuando un cassette se acababa había que darlo vuelta. Con él, como todo adolescente, buscaba aislarme del mundo. Al principio no tenía en la casa un cuarto propio, y entre tantos hermanos, abuela y animales se hacía difícil encontrar un espacio de silencio interior.
Haciendo gala de un poco de creatividad, encontré un lugar dónde refugiarme.
Me subía al techo de tejas de la casa a ver los atardeceres, me llevaba una libreta de esas que tienen espiral y dibujaba... De allí salieron los personajes de mis primeros comics. En sexto grado había hecho un especial de ocho páginas a lápiz en el que aparecían todos los profesores que teníamos. En segundo año los dibujos que hicieron las tapas de la revista escolar. Y el semillero de mis primeros cuentos fantásticos. La ventana que me dejaba salir hasta el techo fue enrejada en el 91, después que entrasen armados a robar a mi casa en el día de mi cumpleaños y se llevasen mi portátil con los backups de mi novela dentro; eso es otra historia de todos modos.
En ese momento, experimentando entre géneros, también escribí poesía. En un cuaderno "Arte" cuadriculado encontré un fragmento de esa época:
"Aullar a la luna,
lamerme las culpas
y saber qué, cuando el alba llegue,
mi sueño de libertad se desvanecerá,
y volveré a ser prisionero del mundo".
Tuve una adolescencia complicada, en tiempos dónde no se hablaba del acoso escolar, ni se hacía nada al respecto. Me fue muy difícil encontrar mi lugar en el mundo, y durante un tiempo fue el techo de tejas en mi casa de Banfield.
Al llegar del colegio, y a veces inclusive juntando fuerzas para ir a él, me refugiaba en mis libretas y soñaba ser el protagonista de las historias más fabulosas. Como por ejemplo, este fragmento de una carta que nunca llegó a su destinataria:
"Estoy sentado aquí, en esta playa, escuchando las olas golpear contra mis ojos, imaginando un punto en común entre vos y yo, en esta constelación de distancias".
En una época en la que no existía Internet, fue muy difícil llegar a dar con gente que tuviera mis mismos intereses, que no me viese como un ser extraño al que temer.
Estos fragmentos que compartí en este post pertenecen a hojas y hojas que nadie leyó jamás, y que forman parte de mi propia mitología.
Hoy cientos de personas leen lo que escribo y hay quienes pagarían por leer un libro completamente escrito por mi: el adolescente que se sentía un patito feo, hoy nada graciosamente entre los cisnes.
PostScript: Un post que estaba previsto que fuese sobre la influencia de la música en lo que escribo se derivó en esto otro que estás leyendo ahora. Mientras escribía vinieron a mi las canciones que escuchaba entonces y con ellas las emociones que iban enlazadas a la música, así que puede decirse que a ese punto influye la música en lo que escribo. Por otra parte, me propuse escribir sin editar, sin corregir más que lo evidente en ortografía y gramática: lo que sale, sale (y como salga). Entonces, eso, aquí estamos.
Haciendo gala de un poco de creatividad, encontré un lugar dónde refugiarme.
Me subía al techo de tejas de la casa a ver los atardeceres, me llevaba una libreta de esas que tienen espiral y dibujaba... De allí salieron los personajes de mis primeros comics. En sexto grado había hecho un especial de ocho páginas a lápiz en el que aparecían todos los profesores que teníamos. En segundo año los dibujos que hicieron las tapas de la revista escolar. Y el semillero de mis primeros cuentos fantásticos. La ventana que me dejaba salir hasta el techo fue enrejada en el 91, después que entrasen armados a robar a mi casa en el día de mi cumpleaños y se llevasen mi portátil con los backups de mi novela dentro; eso es otra historia de todos modos.
En ese momento, experimentando entre géneros, también escribí poesía. En un cuaderno "Arte" cuadriculado encontré un fragmento de esa época:
"Aullar a la luna,
lamerme las culpas
y saber qué, cuando el alba llegue,
mi sueño de libertad se desvanecerá,
y volveré a ser prisionero del mundo".
Tuve una adolescencia complicada, en tiempos dónde no se hablaba del acoso escolar, ni se hacía nada al respecto. Me fue muy difícil encontrar mi lugar en el mundo, y durante un tiempo fue el techo de tejas en mi casa de Banfield.
Al llegar del colegio, y a veces inclusive juntando fuerzas para ir a él, me refugiaba en mis libretas y soñaba ser el protagonista de las historias más fabulosas. Como por ejemplo, este fragmento de una carta que nunca llegó a su destinataria:
"Estoy sentado aquí, en esta playa, escuchando las olas golpear contra mis ojos, imaginando un punto en común entre vos y yo, en esta constelación de distancias".
En una época en la que no existía Internet, fue muy difícil llegar a dar con gente que tuviera mis mismos intereses, que no me viese como un ser extraño al que temer.
Estos fragmentos que compartí en este post pertenecen a hojas y hojas que nadie leyó jamás, y que forman parte de mi propia mitología.
Hoy cientos de personas leen lo que escribo y hay quienes pagarían por leer un libro completamente escrito por mi: el adolescente que se sentía un patito feo, hoy nada graciosamente entre los cisnes.
PostScript: Un post que estaba previsto que fuese sobre la influencia de la música en lo que escribo se derivó en esto otro que estás leyendo ahora. Mientras escribía vinieron a mi las canciones que escuchaba entonces y con ellas las emociones que iban enlazadas a la música, así que puede decirse que a ese punto influye la música en lo que escribo. Por otra parte, me propuse escribir sin editar, sin corregir más que lo evidente en ortografía y gramática: lo que sale, sale (y como salga). Entonces, eso, aquí estamos.
sábado, julio 13
T -171. Canis Maior
Ayer pensaba en qué cosas rodeaban mi escritura, cómo era mi mecánica de trabajo y cómo comenzaba a crear. Escribir es un trabajo solitario.
Generalmente, por una cosa u otra, mis épocas más creativas fueron cuando tenía muchas horas libres y en soledad. A veces podía estar la televisión encendida, o la radio, para destruir esa burbuja de silencio. Sentía que al escribir me enfrentaba a un enorme mar negro, una bruma infinita. Parecía, y sigue pareciendo, que me sumergía en el magma elemental, privado absolutamente de mis sentidos, hurgando en las profundidades interminables para asir algo y sacarlo a la luz. Me sentía como esos cazadores de tesoros que bucean la profundidad obsidiana para rescatar los olvidados restos de algún naufragio. Sí, eso: bucear en las profundidades de la consciencia para sacar algo reluciente desde el fondo.
Escribir siempre fue un proceso personal, tan íntimo que me hace darme cuenta de lo solitaria que es la vida a pesar de todo lo que nos rodea, del ruido en el que vivimos sumergidos. Inclusive en la ficción más descabellada hay, por qué no confesarlo, mucho de eso que me pasa más allá del teclado.
Cómo cualquier espeleólogo, buzo u oficinista, siempre me gustó tener un buen equipo para sentarme a escribir, sentirme profesional haciéndolo y sumergirme en el papel.
Una taza de té, verde o chai. Una lapicera de tinta negra y una moleskine, o una netbook. Y un perro...
Desde que era chico, la gran mayoría de las veces, los momentos más inspirados, los más desesperados inclusive, hubo un perro. Sócrates, Terry, Checo, Theo y Félix. Todos copilotos en la tormenta. Inclusive puede verse en esa cronología la falta de un perro entre 1995 y 2002, años de gran sequía literaria en los que me dediqué a trabajar en el mundo corporativo como si no hubiese un mañana.
Ahora, reflexionando al respecto, no fue lo único que faltó en mi vida en ese período de tiempo. Acabo de quedarme pasmado viendo los años grises que sobrevinieron a una dolorosa separación y continuaron en una triste relación de pareja sin proyectos, sin intensidad y sin perro.
Sócrates fue el dálmata de la familia, en la casa de Banfield, desde mis 10 años, desde que era un cachorro dulce hasta que fue un viejo cascarrabias. Se comía la cola de lo alterado que era y odiaba a los niños en general. Así y todo, yo escribía en mi mesa de camping, primero con un cuaderno Rivadavia, luego con la máquina PC XT de mi papá.
Terry fue un perro adoptado en la misma casa, que le temía a los hombres pelados y las mujeres con escobas, y a quien le gustaba sentarse debajo de mi mesa o en mi cama mientras yo delineaba el primer borrador de Pluviophilia (La escuela de los mentirosos en ese entonces).
Checo, un doberman color chocolate hijo del mismo demonio, llegó a comerse los apoyabrazos de los sillones y mear a la gente que pasaba por la calle desde el balcón, en el departamento al que me fui a vivir solo por primera vez en la vida. Con él comiéndose mis diskettes y correcciones impresas de la primera revisión de la novela.
Theo fue el schnauzer miniatura terriblemente inteligente que me acompañó de Buenos Aires a Madrid, y de vuelta a casa casi nueve años más tarde. Se ponía a mis pies y me acompañaba como si él mismo tuviese que sentarse en la silla. Se lo tomaba en serio, venía a mi lado, rezongaba si tenía que madrugar, me avisaba cuando tenía que hacer un corte para acompañarlo al parque.
Félix es ahora mi compañero. Un schnauzer gigante negro que hoy tiene dos años y medio, que pesa cincuenta kilos y que se sienta a mi lado cuando escribo. Me trae a tierra, me conecta con el presente, evita que sumergiéndome en las profundidades pierda mi norte.
Perro grande. Canis Maior, constelación compañera del "Gran Cazador", de Orión en el cielo. La estrella Sirio, una de las más cercanas y brillantes en el cielo, forma parte de el gran can mitológico. Cómo los navegantes usan los astros para no perderse en la negrura de la noche, el perro siempre fue mi tripulante. A todos ellos, mi sentido homenaje.
Generalmente, por una cosa u otra, mis épocas más creativas fueron cuando tenía muchas horas libres y en soledad. A veces podía estar la televisión encendida, o la radio, para destruir esa burbuja de silencio. Sentía que al escribir me enfrentaba a un enorme mar negro, una bruma infinita. Parecía, y sigue pareciendo, que me sumergía en el magma elemental, privado absolutamente de mis sentidos, hurgando en las profundidades interminables para asir algo y sacarlo a la luz. Me sentía como esos cazadores de tesoros que bucean la profundidad obsidiana para rescatar los olvidados restos de algún naufragio. Sí, eso: bucear en las profundidades de la consciencia para sacar algo reluciente desde el fondo.
Escribir siempre fue un proceso personal, tan íntimo que me hace darme cuenta de lo solitaria que es la vida a pesar de todo lo que nos rodea, del ruido en el que vivimos sumergidos. Inclusive en la ficción más descabellada hay, por qué no confesarlo, mucho de eso que me pasa más allá del teclado.
Cómo cualquier espeleólogo, buzo u oficinista, siempre me gustó tener un buen equipo para sentarme a escribir, sentirme profesional haciéndolo y sumergirme en el papel.
Una taza de té, verde o chai. Una lapicera de tinta negra y una moleskine, o una netbook. Y un perro...
Desde que era chico, la gran mayoría de las veces, los momentos más inspirados, los más desesperados inclusive, hubo un perro. Sócrates, Terry, Checo, Theo y Félix. Todos copilotos en la tormenta. Inclusive puede verse en esa cronología la falta de un perro entre 1995 y 2002, años de gran sequía literaria en los que me dediqué a trabajar en el mundo corporativo como si no hubiese un mañana.
Ahora, reflexionando al respecto, no fue lo único que faltó en mi vida en ese período de tiempo. Acabo de quedarme pasmado viendo los años grises que sobrevinieron a una dolorosa separación y continuaron en una triste relación de pareja sin proyectos, sin intensidad y sin perro.
Sócrates fue el dálmata de la familia, en la casa de Banfield, desde mis 10 años, desde que era un cachorro dulce hasta que fue un viejo cascarrabias. Se comía la cola de lo alterado que era y odiaba a los niños en general. Así y todo, yo escribía en mi mesa de camping, primero con un cuaderno Rivadavia, luego con la máquina PC XT de mi papá.
Terry fue un perro adoptado en la misma casa, que le temía a los hombres pelados y las mujeres con escobas, y a quien le gustaba sentarse debajo de mi mesa o en mi cama mientras yo delineaba el primer borrador de Pluviophilia (La escuela de los mentirosos en ese entonces).
Checo, un doberman color chocolate hijo del mismo demonio, llegó a comerse los apoyabrazos de los sillones y mear a la gente que pasaba por la calle desde el balcón, en el departamento al que me fui a vivir solo por primera vez en la vida. Con él comiéndose mis diskettes y correcciones impresas de la primera revisión de la novela.
Theo fue el schnauzer miniatura terriblemente inteligente que me acompañó de Buenos Aires a Madrid, y de vuelta a casa casi nueve años más tarde. Se ponía a mis pies y me acompañaba como si él mismo tuviese que sentarse en la silla. Se lo tomaba en serio, venía a mi lado, rezongaba si tenía que madrugar, me avisaba cuando tenía que hacer un corte para acompañarlo al parque.
Félix es ahora mi compañero. Un schnauzer gigante negro que hoy tiene dos años y medio, que pesa cincuenta kilos y que se sienta a mi lado cuando escribo. Me trae a tierra, me conecta con el presente, evita que sumergiéndome en las profundidades pierda mi norte.
Perro grande. Canis Maior, constelación compañera del "Gran Cazador", de Orión en el cielo. La estrella Sirio, una de las más cercanas y brillantes en el cielo, forma parte de el gran can mitológico. Cómo los navegantes usan los astros para no perderse en la negrura de la noche, el perro siempre fue mi tripulante. A todos ellos, mi sentido homenaje.
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viernes, julio 12
T -172. El Pozo
Año 1991. Estaba cursando el segundo año de la carrera de Comunicación Social en la Universidad del Salvador. Tenía mucho tiempo libre, y muchas ganas de escribir. Ahora conservo lo segundo, huelga bastante lo primero...
En ese momento, tenía el sueño que había originado la novela, y borradores sobre los personajes que la poblaban. Mientras tanto, Natacha y Mara escribieron un libro de cuentos hermoso y simple que, como te contaba, se llamó Simulacro en seis espejos. Algún día podría contarte cómo convencimos a Miguel Briante que nos prestase el Centro Cultural Recoleta para hacer la más disparatada presentación de un libro hasta la fecha.
Volviendo a este grupo que amaba escribir y tenía mucho tiempo, para nutrirnos y generar un espacio creativo, hicimos de esas reuniones de café un taller literario autogestivo. Es decir, nadie es el jefe, cada uno a su obra, todos compartiendo y generando material. Funcionó todo un año los sábados por las tardes en Belgrano R.
Nos promocionamos con carteles en bares, facultades, teatros fuera del circuito comercial, el boca-a-boca... Yo hice el logo y Santiago Fernández Ferreira escribió la poesía que le dio nombre.
Por esas reuniones pasaron por ejemplo Gabriela Bejerman, Andrés Gelós, Lorena Siminovich y algún otro ilustre formando parte de ese laboratorio literario.
Allí lo mio era lo lúdico, venía de escribir un puñado de cuentos, de cumplir veinte años, de leerme los cuentos completos de Cortázar y de acometer Rayuela con determinación vasca (mucha determinación vendríamos a decir).
Allí le conté a una decena de fumadores empedernidos que bebían café intravenoso el argumento de Pluviophilia, mientras les leía cuentos que iban a mitad de camino entre mucho Bradbury y demasiados Cuentos Asombrosos ¿Se acuerdan de esa serie?
En ese ámbito compartíamos libros del tipo El arrancacorazones de Boris Vian, cassettes pirateados de This Mortal Coil, y rarezas similares.
El Pozo, lejos de ser un ámbito depresivo, era una verdadera trinchera, un lugar desde dónde resistir y seguir escribiendo, aunque fuésemos estudiantes desempleados, actores, diseñadores gráficos o comerciantes del Once.
Ahí había gente que quería leer lo que había escrito, buscaba disparadores que la llevasen a escribir más, y mucha gente con ganas de escucharte. Hoy, más de veinte años más tarde, no te tomás dos colectivos, un subte y un tren para compartir lo que escribís con otros, lo tenés en la punta de los dedos. Tenés tanto, y tan a mano, que es difícil concentrarse en algo. Vivimos abandonándolo, volviendo, salteándolo.
Hoy estamos saliendo del pozo todo el tiempo y saltando de agujero en agujero. En ese momento para crear había que ponerse a cubierto.
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jueves, julio 11
T -173. Papeles mojados
Desde que comencé a escribir que tengo un ferviente amor por las libretitas de tapa dura de color negro. Me gustan en tamaño A6, que quepan en un bolsillo. Cuando volvieron las Moleskine, me compré unas cuántas, con las que juego a periodista de los años 50, a escritor de los años 60, a soñador de los años 70... y así...
Entre todas las que tengo, por supuesto que hay una favorita. Todas tienen nombre, como en código, esta es la que alberga las notas de Pluviophilia desde 2008 hasta 2011.
Sí, de nuevo, tengo notas de una novela que terminé su primer manuscrito en 1992 y que reescribí en 2009, con ideas, giros, y demás cuestiones hasta 2011 inclusive. Todo en una Moleskine, cuyo nombre en código es "Papeles mojados", como los diarios de la lluvia. No, no es porque alguna vez la haya agarrado el agua, aunque a decir verdad sí, alguna vez se mojó un poco...
Una vez la perdí, me la olvidé en algún lugar, y la recuperé un par de días después, usando una técnica de localización de objetos perdidos que me enseñó mi amiga Karina. No me pidan que les explique, pero las cosas aparecen.
Ahí le fuí sacando fotos, porque no existía Evernote en su momento y salvar estos textos de las pérdidas, el agua, el perro adolescente (Félix se comió a "Bienvenido a Buenos Aires"). Además fue una buena forma de poder compartir algunas cosas con mis lectores.
La libreta es un libro en si mismo, una bitácora de lo que fue surgiendo y cómo; un palimpsesto de bocetos, escenas y mapas... hacé la prueba de recordar una habitación que nunca existió cuatro años más tarde para escribir la siguiente escena y te va a parecer un poco menos obsesivo el mapa, ya vas a ver.
"Papeles mojados" fue el motivo por el que empecé a usar pantalones "cargo" cuando vivía en Madrid: para tener un bolsillo para llevarla siempre encima. Ella me ha acompañado al Sahara, Amsterdam, París, Londres, Buenos Aires, Iguazú...
Ahora viajamos menos la verdad y el otro día, cuando hubo acuerdo interior y social de qué proyecto atacar primero, fui a buscarla al cajón de las libretas (uno lleno, usadas y nuevas) y la abrí en una página al azar. Me emocionó saber que todo aquello que mi memoria a veces entierra en el dulce suelo del subconsciente estaba ahí a flor de piel. Me sentí descongelando un mamut de las glaciaciones del Pleistoceno, reviviendo un Frankenstein, recuperando un sueño.
Entre todas las que tengo, por supuesto que hay una favorita. Todas tienen nombre, como en código, esta es la que alberga las notas de Pluviophilia desde 2008 hasta 2011.
Sí, de nuevo, tengo notas de una novela que terminé su primer manuscrito en 1992 y que reescribí en 2009, con ideas, giros, y demás cuestiones hasta 2011 inclusive. Todo en una Moleskine, cuyo nombre en código es "Papeles mojados", como los diarios de la lluvia. No, no es porque alguna vez la haya agarrado el agua, aunque a decir verdad sí, alguna vez se mojó un poco...
Una vez la perdí, me la olvidé en algún lugar, y la recuperé un par de días después, usando una técnica de localización de objetos perdidos que me enseñó mi amiga Karina. No me pidan que les explique, pero las cosas aparecen.
Ahí le fuí sacando fotos, porque no existía Evernote en su momento y salvar estos textos de las pérdidas, el agua, el perro adolescente (Félix se comió a "Bienvenido a Buenos Aires"). Además fue una buena forma de poder compartir algunas cosas con mis lectores.
La libreta es un libro en si mismo, una bitácora de lo que fue surgiendo y cómo; un palimpsesto de bocetos, escenas y mapas... hacé la prueba de recordar una habitación que nunca existió cuatro años más tarde para escribir la siguiente escena y te va a parecer un poco menos obsesivo el mapa, ya vas a ver.
"Papeles mojados" fue el motivo por el que empecé a usar pantalones "cargo" cuando vivía en Madrid: para tener un bolsillo para llevarla siempre encima. Ella me ha acompañado al Sahara, Amsterdam, París, Londres, Buenos Aires, Iguazú...
Ahora viajamos menos la verdad y el otro día, cuando hubo acuerdo interior y social de qué proyecto atacar primero, fui a buscarla al cajón de las libretas (uno lleno, usadas y nuevas) y la abrí en una página al azar. Me emocionó saber que todo aquello que mi memoria a veces entierra en el dulce suelo del subconsciente estaba ahí a flor de piel. Me sentí descongelando un mamut de las glaciaciones del Pleistoceno, reviviendo un Frankenstein, recuperando un sueño.
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