lunes, julio 15

T -169. 21 meses para decir adiós (escrito el 14 de enero de 2013, volviendo de Madrid)

El post sobre los perros me hizo releer cosas que había escrito hace un tiempo, y que inclusive compartí por Facebook. No quiero repetir temas en entradas diferentes, a no ser que quede algo para decir al respecto. En este caso, Theo merece un tratamiento especial. Aquí el momento en que nos despedimos definitivamente.

(Publicado en Facebook el 17 de enero de 2013)

24 horas. Hace un día finalmente pude despedirme de él. Conviví con sus cenizas desde el 8 de abril de 2011, hasta ayer. En parte porque creía que Gerjo tenía derecho a despedirse de él, en parte porque era incapaz de decirle adiós de forma definitiva. Estoy hablando de Theo. Sí, del perro que me acompañó desde el 10 de junio de 2003 hasta ese 8 de abril.
Pensando en el lugar en que Theo fue feliz, en el sitio donde fue más libre, inmediatamente se me vino a la imagen Valdelatas, un bosque de seis kilómetros de largo, de encinas y pinos, cerca de Alcobendas en Madrid. Allí me animé a soltarle para que corriese entre las jaras y las zarzas. Allí perseguía conejos hasta sus madrigueras. Era perro en estado puro, no ese ser adaptado a lo humano en lo que se convirtió (es necesario aclarar que él se volvió casi humano durante nuestro tiempo juntos, y que también yo me volví mucho más canino).
A 10.000 metros sobre el nivel del mar, en el primer tramo de nuestro viaje de regreso, me siento a escribir por primera vez en mucho tiempo. Y eso también se lo debo a Theo.

Hace 24 horas, luego de un intenso día en Madrid, intentando cumplir con todas las visitas, encargos y rituales de fin de viaje, llegamos a Alcobendas. Antes, mucho antes, me había imaginado ese momento, el de abrir la urna, esparcir las cenizas, dejar que el viento se las llevase, en un claro bañado de sol. Ya era de noche, la última noche.
Una de las cosas que aprendí viviendo a salto de mata en España fue a adaptarme a aquello que la vida quisiera proponerme. Y a prescindir de la expectativa. No esperar nada. Así y todo no he aprendido a despedirme, a soltar y abrir la mano con facilidad. Igual eso es otra historia, que no es esta, en la que por fin pude despedirme de mi constante, mi cable a tierra, mi compañero incondicional y sabio: mi perro.

Era de noche y hacía mucho mucho frío. El viento helado secaba los ojos y hacía muy difícil caminar en línea recta, íbamos borrachos de invierno. Nos subimos al coche y paramos en Valconejeros, encendimos un globo de papel, uno de esos faroles chinos, que Gerjo había reservado para que compartiésemos con Sebastián y con él una noche de esas. Habían ya soltado uno con Adrián, que había llegado al infinito y más allá sin hacer curva alguna en un cielo absolutamente transparente. No fue el caso. Escribí nuestros nombres, y el de Theo por supuesto, e intentamos encenderlo: el viento era tan fuerte que no había forma. El mechero se apagaba, no llegaba desprender llama. Nos metimos dentro del coche (sí, con las puertas cerradas y todo) para poder encender el globo. Casi se chamusca el globo y el habitáculo olía a alcohol fino y a papel quemado. Cuando el dispositivo empezó a inflarse nos refugiamos en el soportal de una peluquería de barrio y lo sujetamos entre dos para estabilizarlo. Todo se había vuelto azul, y las luces de la calle estaban encendidas con ese color frío propio de la iluminación moderna. El color dorado del globo llegaba al alma. El calor que desprendía parecía mágico. Casi un grado bajo cero.
Una ráfaga fuerte nos arrancó el globo de las manos y aunque llegó a subir un metro sobre el suelo, la dirección del viento lo arrojó sobre la acera colina arriba, hizo un par de piruetas como si rodase cuesta arriba esquivando las farolas y los bancos de madera. Parecía condenado a incendiarse y morir en tierra. Cambió la dirección del viento y comenzó a elevarse por encima de las luces, las casas... Hizo una curva vertiginosa y empezó a ir directamente hacia la gasolinera. Nuestro primer impulso fue correr hacia el coche y huir: nuestros nombres estaban escritos en el globo. Y una ráfaga más lo elevó por encima de todas las construcciones y tomó dirección sudeste y se perdió entre las estrellas y los aviones que daban vueltas para aproximarse a Barajas. En ese momento no sabía si mi rostro estaba mojado por el viento sobre mis ojos o eran lágrimas de esas que se lloran sin esfuerzo ni nudo en la garganta.
Volvimos al coche. Quedaba aún soltar las cenizas. No había tomado la precaución de llevar conmigo la navaja suiza y la caja de fibrofácil estaba atornillada. No podía abrirla ni con las llaves que tenía encima ni con nada que hubiese en la guantera del coche. Volvimos a la casa de Gerjo a por un destornillador y cuando bajó de nuevo al Vectra había decidido que mejor hacíamos el intento de ir a Valdelatas.
Merece este punto aparte los giros, los cambios de plan, los imprevistos que más de una vez me sacaron de quicio con Gerjo. Con el tiempo esos caprichos (como los llamaba entonces) se volvieron el testigo de que en realidad uno dispone y luego Dios se ríe de tus planes... Si mi crianza me hizo estructurado, conocerle me hizo un poco más surfista. Luego la vida me mostró en mi propia cara que las constantes no existen, que vivimos en un profundo cambio constante, en la inmanencia absoluta. Las constantes son una ilusión. Theo se fue hace 21 meses y yo seguía hasta ayer encadenado a la imagen vacía de una presencia física. Aún puedo recordar su olor y la textura de su pelo, por poner dos ejemplos de todo lo que me llena de un compañero con el que compartí prácticamente cada día durante ocho años.

No esperaba que viviese por siempre, no era para mi como un hijo, no pretendía que ocupase un vacío, era mi cable a tierra. Cuando mi vida hizo el giro radical que comprende separarse, cambiar de trabajo, migrar, él me acompañó. Descubrimos un mundo nuevo, extraño, salvajemente civilizado. Hicimos el camino inverso que mi bisabuelo a fines del siglo XIX, cuando se subió a un barco en Nápoles para terminar en Buenos Aires. Fue un cambio enorme, y no estuve solo. Enorme. Y gigantesca su compañía. Nos hablábamos, con la mente, el corazón, las palabras y los ladridos. Todo plan era un buen plan.
Era de noche e intentábamos encontrar un acceso al bosque que recorríamos con Theo tantas veces al año, junto con la visita o compañía que tocase en ese momento, muchas veces con Mohamed, algunas veces en bicicleta.
Hace un par de años comenzaron un desarrollo urbanístico en una pequeña porción del bosque, un polígono industrial que la crisis tumbó. Los accesos habituales a la entrada llena de pinos centenarios, justo donde aparcábamos el coche y se abría un área de descanso con mesas de madera y una sombra tupida bajo las coníferas, no existía más. No había forma de llegar a ella...

Los lugares que uno deja atrás a veces sólo persisten en el recuerdo, existen en los territorios de la mente, tatuados por la experiencia en la piel del espíritu. Y como cuando las olas van subiendo con la marea, hay cosas que el agua se lleva y sólo quedan en fotografías, relatos, anécdotas y en el alma.

Gerjo intentó rodear el bosque desde todos los ángulos posibles hasta que metiéndonos por la carretera que sale a Colmenar terminamos en la Universidad Autónoma. Allí, fingiendo que íbamos a visitar a unos amigos en una de las residencias de estudiantes del campus, nos metimos los tres en el coche. Las calles de esa ciudad en miniatura ya estaban vacías, eran más de las diez de la noche y el aire estaba helado. Eso sí, el cielo completamente despejado. Recorrimos de norte a sur todo el predio hasta llegar a los accesos al bosque. En los últimos años, con la necesidad de reforzar la seguridad, se construyeron vallas, paredes y se definió un perímetro claro entre Valdelatas y la Universidad. De pronto, en uno de los muros blancos que separan el cemento del verde silvestre, se divisa una pequeña puerta, junto a la cual hay un orgulloso grafitti del gato Félix (nombre de mi perro hoy, de mi tutor en los estudios que acababa de cursar hace un día y del amigo que me ayudó a arrancar en mi regreso a Buenos Aires.
No fue poco que me acompañase en esa migración, sino que estuvo conmigo en la crisis más profunda que me tocó enfrentar hasta ahora, e hizo el camino en reversa. Theo volvió ya enfermo conmigo a Buenos Aires, a la casa de Banfield y allí se murió en mis brazos.
Tenía la urna en mis manos, recuerdo cuando nos miramos a los ojos por última vez y le dije "si tienes que irte, márchate; yo voy a estar bien". Suspiró y ya no más.

Suspiré. Seguimos cuesta arriba con el coche hasta encontrar una entrada con varios carteles que invitaban a no seguir. Con las últimas luces del campus a nuestras espaldas llegamos al final del camino pavimentado y el cielo se llenó de estrellas. La constelación de Orión aparecía delante nuestro, la única parte del mapa estelar del sur que soy capaz de encontrar y reconocer en el norte. Pensé que así en la tierra como en el cielo y que hay un poco de mi en el norte, otro poco en el sur, y como Orión sería ridículo que con lo vivido se diga que es de un hemisferio u otro.
Yo soy incapaz de ver en la oscuridad. Y eso me hizo temer muchas veces las excursiones nocturnas, aunque amo la naturaleza y por supuesto no le temo. El yoga de estos años me hizo menos torpe y más enfocado y creo que sólo por eso no perdí esta vez el pie. Estábamos completamente a oscuras, una luna en cuarto creciente muy tímida y delicada, un sendero de barro con pequeños charcos tan quietos que podías contar estrellas en ellos. Así en la tierra como en el cielo.
Ninguno de los tres hablaba. Seguimos avanzando por el sendero principal. Caminamos más de quince minutos internándonos en el bosque, con un frío espectral que se calaba en los abrigos y que dolía en la nariz. En un momento me di cuenta que tanto Sebastián como Gerjo estaban esperando que yo decidiese el lugar. Se me hizo un nudo en la garganta, llegaba el momento. "Bueno, por aquí está bien dije" y traté de que sonase tan casual como cuando uno está buscando un lugar donde poner una tienda de campaña o la manta del picnic. Tenía el destornillador guardado en la campera de plumas.
No había pensado en un ritual, sí pensé que se me ocurriría decir algunas palabras, pero así como la noche había puesto un velo en mis ojos, sabía que era incapaz de decir nada.
Con todo el cariño del que fui capaz, quité primero un tornillo y luego otro. Se los di a Sebastián y levanté la tapa de la urna. Un polvo gris, casi del color de los rizos de Theo, era todo lo que quedaba dentro. Le di la tapa a Gerjo, que la tomó con un gesto de incredulidad: eso es todo lo que quedaba de él, cenizas.
Calculé la dirección del viento y tomé envión hacia atrás para esparcir sus restos en la curva del sendero. El aire hizo un cambio repentino y el polvo hizo una pirueta en el aire. Sebastián y yo vimos como las cenizas se transformaban en un perro pequeño que salía volando de la caja y corría a perderse entre los matorrales... Se me cortó la respiración. Creo que dos segundos después, inspiré con todas las fuerzas de las que fui capaz. Y rompí a llorar.
Gerjo miraba desconsolado el hueco por el que Theo había emprendido su última carrera y fui a abrazarlo y lloramos los dos como niños, asiéndonos el uno del otro.
Cuando empezamos a caminar de regreso al campus, Sebastián nos apoyó a cada uno una mano en el hombro, como quien empuja a andar. Ahora teníamos el viento de espaldas. Ahora llorábamos los tres.
En mi caso era una mezcla de angustia, nostalgia y liberación. Casi como cuando vas a despedir a alguien al aeropuerto, que sabes que viaja hacia algún destino al que puedes ir a visitarle.
En Valdelatas Theo fue libremente perro, completamente canino, yo allí al dejarle ir en medio de la noche helada, me hice completamente hombre.

Theo me enseñó muchas cosas con su presencia, entre ellas a compartir espacios de silencio cargados de sentido, a encontrar la belleza en un momento sin objetivos a la vista: el estar al sol en un prado, dejar que se posen los insectos sobre mi piel, fundirme con la naturaleza, volver al todo, conectarme con el presente. Sabio compañero. Hoy me siento más liviano. Gracias, infinitamente gracias.

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